Argelia. El estado al desnudo
¿Qué es un Estado? ¿Cuales son sus fundamentos más profundos? Si fuéramos infinitamente inocentes diríamos que se trata de una serie de instituciones que hemos creado para que nos protejan, una suerte de pacto social ocurrido hace miles de años que ha ido evolucionando para traer la paz y la prosperidad al género humano. En pos del bien común decidimos entregar el “monopolio de la violencia” a un gran protector colectivo, el cual, por supuesto, lo utiliza siempre y cuando sea necesario para mantener el orden. No nos detendremos aquí en exponer qué diferencia a un Estado de otras formaciones políticas -porque las hay y las ha habido, aunque tendamos a naturalizar nuestro actual modo de vida- pero sí que queremos subrayar un hecho que ya fue señalado por Lenin en El Estado y la Revolución: los Estados no son neutrales. Las instituciones que los forman intentan parecer lo más impersonales posible, se perpetúan en el tiempo y casi parecería que estamos hablando de un poder que va más allá de las personas, incluso de la comunidad de personas en que se integra. Nada más lejos de la realidad.
Argelia es un ejemplo paradigmático. Desde hace varios meses, más concretamente desde el 16 de febrero de 2019, una serie de protestas contra el gobierno han hecho que el Estado se vea en un brete. Todo comenzó, como suele ocurrir, con una protesta local contra la postulación por un quinto mandato del gerontócrata Abdelaziz Bouteflika. Las protestas de Bugía se extendieron por todo el país, pero lo más importante: fueron consecutivas. Todos los viernes desde entonces se ha venido asistiendo a nuevas y multitudinarias manifestaciones. El Hirak o movimiento gritaba ¡Qué se larguen todos ya!, y el Estado, fabricado por y para el Frente de Liberación Nacional gobernante, respondía Sí, sí, ya plantearemos elecciones, si eso. Lo que aún hoy vemos en Argelia es un movimiento interclasista, pura indignación popular ante el estado de las cosas, pero con una fuerza y una determinación imperturbables. En fin, que el viejo y corrupto presidente, un octogenario que en ese momento se encontraba en Francia para ser atendido por una sanidad mejor que la que había implementado en su propio país, que había sufrido tiempo atrás un ictus y se movía en su trono sobre ruedas, aún ávido de poder, que había dejado el país en manos de quién sabe quién, se comprometió a no presentarse a unas nuevas elecciones. De esta manera salvaría, al menos, la estructura despótica del partido gobernante ¿no era de esperar?
Con el paso atrás del jefe de la mafia, que es como los argelinos llaman, sin cortarse un pelo, a su propio gobierno, cayó también el Primer Ministro, Ahmed Ouyahia, remplazado provisionalmente por Nureddin Bedui. Nureddin había sido, hasta el momento, Ministro de Interior, o en otras palabras, el responsable de parte de ese monopolio de la violencia estatal: la policía argelina. Esa misma policía que reparte hostias como panes, sí, ¿no es una buena respuesta ante el ataque sufrido por el Estado? Simplemente magistral: si los argelinos quieren un cambio de Gobierno lo tendrán, pero ya que estamos cambiando les endosamos al matón de turno declarado en él. Comenzaba así un tira y afloja. La calle presionaba y conseguía un objetivo, pero el Gobierno lo derivaba en pos de sus intereses para fortalecerse ante la amenaza. El Estado, puesto en duda, atacaba como un animal herido, y pronto hubieron víctimas, pero las protestas continuaron a voz de yatnahaw ga3 -“qué se vayan todos”- y khawa khawa -“hermanos, hermanos”, cantado hacia las fuerzas represivas del Estado-. El 2 de abril Bouteflika fue definitivamente defenestrado -políticamente hablando, aunque más de uno hubiera pagado para tirarlo por el balcón de la El Mouradia-, y Abdelkader Bensalah le sucede como presidente interino ¿dónde estuvo, en esta ocasión, la respuesta del Gobierno? Muy sencillo: en derivar la furia popular a unas meras elecciones presidenciales. Bensalah propuso llevar a cabo los comicios el 4 de julio, un proceso que debía ser tranquilo y controlado -por el Estado-, para lo cual se abrieron las listas de participantes.
Extremo fracaso el de Abdelkader Bensalah. Las elecciones del 4 de julio fueron finalmente anuladas y a las listas no se presentó ni el tete. El movimiento, el Hirak, no quería elecciones, sino que la mafia cayera en bloque. No les bastaba con Abdelaziz Bouteflika, querían que todo el FLN y los partidos que habían colaborado en su perpetuación cayeran hechos pedazos. Ante esta respuesta dura y contundente por parte de las calles argelinas apareció una alternativa, también dura y contundente. El Viceministro de Defensa y Jefe del Estado Mayor, Ahmed Gaïd Salah, pareció congeniar rápidamente con el movimiento. Mientras Bensalah parecía obsesionarse por encuadrar a las masas en un proceso electoral, Gaïd Salah anunciaba una imparcial lucha contra la corrupción, una limpia de cargos que no dejaría títere con cabeza. Era, en fin, la materialización del khawa khawa, los argelinos civiles y militares eran hermanos, la alianza cívico-militar arrasaría con una élite egoísta y despreocupada que no obedecía los designios de un pueblo aplastado pero noble. A eso podríamos llamarlo -perdónenme si me equivoco- populismo en estado puro. Pero en Estado puro, el Estado no iba a recular con tanta facilidad.
Las primeras medidas de Gaïd Salah fueron saludadas con ardor: Ali Haddad, una de las 5 personas más ricas de Argelia según Forbes, terminó en chirona antes de que pudiera huir a Túnez. Haddad era presidente de un grupillo bastante impopular, el Círculo de Empresarios, con el cual el Gobierno de Bouteflika tenía muy buenas relaciones. La patronal quedó descabezada, y con él cayó otra decena de empresarios, todos investigados por corrupción. Un sueño para los revolucionarios ¿no? Algo más de un mes después cayó el hermano de Abdelaziz Bouteflika, Said Bouteflika, en lo que era un ataque directo al corazón de la mafia, pero no todos los argelinos lo veían tan fantástico ¿no era posible que Gaïd Salah se estuviera abriendo un hueco a él mismo? Por lo pronto había descabezado a los clanes más odiados, de manera que no había por qué ser aguafiestas. Como ya hemos dicho, Argelia era -y es- un Estado policial. Tartag y Tawfik, jefe y ex-jefe de los servicios secretos, cayeron junto a Said Bouteflika en lo que fue ya el culmine de la ofensiva de Gaïd Salah. Estos personajes, odiados y acusados de asuntos sórdidamente turbios, comieron trena como los que más, pero la acusación no era solamente la de corrupción, sino también la de conspirar contra el país. Esto último ya suena algo más general, cualquiera puede conspirar contra el país dado que el país está formado por una sociedad dividida en clases con intereses antagónicos ¿contra quién se conspiraba?
Pronto estuvo claro qué era para Gaïd Salah conspirar contra Argelia. Conspirar contra Argelia era cualquier cosa que se alejara de sus objetivos. La siguiente en caer fue Louisa Hanoune, secretaria general del Partido de los Trabajadores Argelinos, un partido trotskista que, sí, desde el punto de vista del Hirak podría haber participado con el régimen -en 2004 se había presentado a unas elecciones amañadas que, obviamente, no ganó- pero también se había posicionado contra él. Hanoune había participado activamente en el Hirak, había denunciado a la mafia como el resto de los argelinos ¿era una traidora? Para Gaïd Salah no cabía duda. La trotskista acabó en la cárcel como mismo habían acabado el déspota de Tartag o el ricacho de Haddad, pero eso ya no gustó en las calles. Era obvio ya a esas alturas que Gaïd Salah no luchaba por la democracia, ni contra la corrupción, ni por la soberanía popular, sino únicamente para hacerse fuerte. El oficial había atacado a la patronal, no porque fuera la patronal, sino porque era la patronal protegida de Abdelaziz Bouteflika. En las calles el lema era cada vez más claro, ni Gaïd Salah ni Said, el pueblo es el que decide se combinó con el que acompañaba las protestas desde el principio: en Argelia es el pueblo el que todos los días escribe su historia. El Estado, apaleado y zarandeado por las protestas, se rearmó rápidamente en la figura de Ahmed Gaïd Salah, y el combate se volvió cada vez más arduo.
Sin embargo el Hirak, pacífico pero inconmovible, seguía avanzando. Si la alianza interclasista decía A, Gaïd Salah respondía B, a lo cual los manifestantes acusaban que C, y el oficial determinaba que D. Mientras se completaba el abecedario Gaïd Salah continuó purgando traidores y corruptos -o lo que para él eran traidores y corruptos-, tarea en la que no ha cesado ni mucho menos: hace tres días la independentísima Justicia Militar Argelina emitía una orden de captura internacional contra el ex-Ministro de Defensa, Khalid Nezzar, asesino y genocida gerontócrata que, por otro lado, ha sido acusado de conspiración para no variar. En la calle las reivindicaciones populares atizan desde diversos ángulos las estructuras del Estado: las feministas argelinas reivindican que el Código de la Familia sea abolido, los amazigh reclaman su identidad, y hasta la selección de fútbol argelina parece estar en contra del Gobierno, por lo que su victoria en la Copa África se ha combinado con el espíritu de revuelta argelino.
Hace unos meses el problema era la plaza de la Grand Poste, edificio emblemático de Argel. El movimiento popular quiso dejar bien claro que la calle era suya y ocupó, como tantas otras plazas, la Plaza de los Mártires, la Plaza de la Grand Poste, etc. El poder, por supuesto, decidió que la Grand Poste era intocable: era suya, como el resto del país. Ganar esa batalla simbólica era del todo necesario, y se declaró que el edificio estaba en mal estado y que podría ser peligroso para los manifestantes. Esto es, el edificio estaba en un mal Estado, que era peligroso para los manifestantes, pero los ciudadanos debían acogerse a él porque no dejaba de ser el Estado-padre que los protegería. Los manifestantes, en especial los estudiantes, tomaron la plaza y recibieron sus porrazos de las fuerzas de seguridad, pero el espacio conquistado no se lo quitó nadie y el hombre fuerte de Argelia perdió la batalla en Argel.
El Ramadán fue otro problema. Como sabrán, Argelia es un país de mayoría musulmana, y el poder no se lo pensó dos veces a la hora de instrumentalizar el ayuno del Ramadán para dividir y vencer a los manifestantes. Hubieron tensiones. Desde el principio el Gobierno atizó el espantajo del islamismo, peligro radical para todas las dictaduras norteafricanas, desde la de Ben Alí a la de Mubarak. Los incidentes con islamistas sin embargo no pasaron de ser mínimos desde un principio, y la amenaza de que los argelinos debían guardar fuerzas para el Ramadán no sirvió de nada. Con ayuna y todo el noble pueblo argelino salió a la calle a protestar. Los choques entre las feministas y los manifestantes más conservadores tampoco han surtido el efecto que el Gobierno hubiera querido. Por lo pronto la fuerza de la palabra y la abnegación de las feministas las está llevando hacia su propio podio en la historia de Argelia.
Gaïd Salah también la ha cogido con las banderas amazigh. La policía las requisa con extrema violencia en las manifestaciones, pero los manifestantes se defienden y la policía retrocede. Es el tira y afloja entre la sociedad y el Estado. Los manifestantes esperan a ser suficientes para sacar sus emblemas, si no pueden llevar la drapeau, se lo pintan en la cara y aguantan los porrazos con toda la dignidad del mundo. El Estado al que se enfrentan, ya es hora de decirlo, es el Estado al servicio del gran capital. Cuando este caiga ¿qué será de la nueva República de Argelia? Nadie lo sabe, pero la memoria de la revolución es una marca indeleble en la piel del tiempo. Hace unas semanas se formó, en una última tentativa del Gobierno para salvarse el culo, una comisión que debía negociar las posturas del Gobierno y de la calle. “Es similar a lo que ocurrió en Sudán”, pensarían, seguramente, los integrantes de la mafia. Sin embargo, y para su desgracia, la comisión ha sido un desastre. Ni siquiera el hecho de que estuviera integrada por figuras tan célebres como Djamila Bouhired, heroína de la Guerra de Independencia contra Francia y ex-militante del FLN, calmó el yatnahaw ga3 de los manifestantes.
Todo el sistema corrupto del FLN debía caer. Djamila renunció a formar parte del Foro Civil para el Cambio y el grupo de diálogo se cerró con un fracaso absoluto. La legitimidad de Bensalah como presidente interino ya ha sido puesta en duda, incluso desde un punto de vista constitucional, y Gaïd Salah, por más que busque encasillar a las masas en su búsqueda de diálogo -controlado, por supuesto, por el poder- fracasará ante un pueblo indomable que no se dejó gobernar ni por los franceses ni por la escoria neocolonialista.
¿Conclusiones? Un Estado al borde de la quiebra, azotado no solo por los problemas económicos -Argelia es un petroestado, vale la pena llamar la atención sobre ello- sino por una voluntad inquebrantable por cambiar la situación. El Estado capitalista, al verse zarandeado y puesto en duda, se cierra en sí mismo y se acoraza con aquello de lo que realmente brota su legitimidad: los fusiles. Más allá del poder coercitivo todo son adornos mejor o peor disimulados: una legalidad creada por y para las élites, mediadoras del expolio económico africano, unos servicios secretos que destartalan cualquier tentativa revolucionaria antes de que tome forma, un sistema electoral corrupto y desigual, donde el poder político no rinde cuentas ante el pueblo, sino que se encuentra controlado en la sombra por asquerosas y malolientes genocidas, etc. Las demandas de los argelinos, diversas -el pueblo no es, por supuesto, una unidad, sino una alianza interclasista frágil y estratégica-, se encontrarán finalmente ante una disyuntiva muy compleja: ¿reformular el Estado capitalista haciéndolo, tal vez, a la medida de una nueva élite cargada de buenas intenciones, o conquistar el poder político y crear un Estado socialista que reprima a los represores y prepare el camino para un mundo donde el Estado en sí es un sinsentido? Solo el futuro lo dirá, por lo pronto solo falta gritar: ¡Yatnahaw ga3!
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